Cómo hacer público lo que se calla en privado
Esta es la primera editorial
del Círculo de participación sociológica (CPS), como cualquier proyecto que da
sus primeros pasos suele estar lleno de muchas imperfecciones, sin embargo,
desde CPS estamos convencidos que la acción supera a la perfección.
¿Cómo hablar con mayor
facilidad del perdón, la reconciliación, la memoria, del Conflicto Armado
interno (CAI) si cuando lo hacemos, querámoslo o no, heridas se abren, el dolor
brota a través de los recuerdos y marcas que estigmatizan se prenden al rojo
vivo? Para estudiantes universitarios como nosotros que no hemos tenido alguna
experiencia cercana al CAI ni mucho menos tenemos a alguien cercano que sea una
víctima del conflicto (o eso queremos pensar), reflexionar sobre todo este
proceso suele ser un ejercicio intelectual algo problemático pero
existencialmente poco profundo.
Para José Carlos Agüero fue
diferente. Hijo de padres senderistas e historiador de profesión, Agüero tuvo muchas dificultades al hablar de estos
temas y también, mucho valor. Se atrevió a hacer público una serie de escritos
de no-ficción propios de su vida y contados desde un lenguaje muy propio de él
(para algunos, poético o incluso literario). Qué difícil habrá sido, hijo de
senderistas asesinados extrajudicialmente, hablar de sus sentimientos, de su
vida, una que vivía al borde del filo de una navaja, qué difícil convertir algo
tan suyo en algo de todos, de lo privado a lo público; qué bueno que lo hizo.
Nuestra primera editorial
ensaya una opinión sobre qué tan importante es la construcción de memoria de nuestro pasado
reciente (1980-2000) en la esfera pública para poder llegar al perdón, en base al
texto de Los rendidos. Sobre el don de
perdonar de José Carlos Agüero. En todo caso, lector, permítasenos
presentarle nuestro debate de la manera más esquemática posible. Nos parece
pertinente dividir la explicación central en tres partes: la primera será sobre
las víctimas, la segunda sobre el perdón y la tercera sobre los rendidos.
Las víctimas.
Como mencionó Alejandro
Valdivieso en su primer artículo publicado en este blog, hay una imperiosa
necesidad desde la academia por descentrar el análisis del pasado reciente de una
visión dicotómica entre víctima-victimario. Un análisis como este encasilla y
estereotipa a los actores. Además, no solo les quita la capacidad de agencia
sino que solo se preocupa en el daño que produjo una persona a otra mas no lo
que esta última pudo hacer, es decir lo político (indiferente al “bando” que
pudo pertenecer) queda de lado.
El uso de esta dicotomía
entre víctima-victimario suele devenir en dos extremos. Uno de ellos es el
pensar que en alguna forma todas las personas somos víctimas. Entonces contextualizar
las acciones tomadas, por ejemplo, por los militantes del PCP-SL, en este
extremo, podría llevarnos a justificar que fue la situación de la pobreza, exclusión
social, el centralismo lo que los llevaron a tomar dichas medidas, es decir,
fueron “víctimas de su época”. El otro extremo es obviar a la víctima como el
centro o el principal punto de enunciación pues se llega a despojarle de su capacidad
de expresar su sufrimiento y el olvido de ello. Esto se ve claramente reflejado
cuando se prefiere hablar de sobrevivientes que de víctimas, el argumento alude
que hay que dejar de hablar de personas que fueron vulneradas por personas que
lograron a sobreponerse a los hechos. Probablemente aquellas víctimas que ya
expresaron sus recuerdos, su dolor, su llanto quieran pasar a una siguiente
etapa pero en un país como el nuestro donde aún hay personas que aseguran que el
problema no fue tan grave, que no debería hablarse de ello, donde el debate
público sigue siendo algo ajeno y lejano a la ciudadanía aún muchas cosas por
decir, por expresar. Hablar de sobrevivientes, pues, es negarle la posibilidad de
expresar ese sufrimiento contextualizado a aquellas víctimas quienes no tienen
recursos necesarios para hacer visibles sus casos. Pues al final de cuentas,
hay víctimas, y hay víctimas. Entonces, también deberíamos plantearnos ¿cómo
hablar de aquellos a los que ni siquiera se les ha dado la oportunidad de ser
víctimas una vez que esta categoría ya no importe?
José Carlos no se siente una
víctima, no se formó así, no tiene esa identidad; pero quizá ahí encontramos
¿algo propio de él? Ser hijo de senderistas asesinados extrajudicialmente es
¿algo propio de él? Nadie más comparte sus sentimientos o se podría sentir identificado.
Pero ¿por qué José Carlos no se siente una víctima? ¿Es, en realidad una víctima? Para nosotros sí es una víctima, le arrebataron a sus padres de una manera injusta, no realizó un proceso de duelo digno de ser visto ¿qué podría reclamar alguien que pierde a un ser querido si este último es senderista? ¿Qué derechos se pueden violar alguien que no tiene derechos? Sin embargo, José Carlos no se siente una víctima, no estuvo nunca tras una incesante búsqueda de verdad y justicia (a pesar de conocer quiénes fueron los asesinos de sus padres, a pesar de la desfachatez de las fuerzas del orden de similar un “ajuste de cuentas entre senderistas” para ocultar su culpa, a pesar de que el Estado decidiera entregarle unos restos irreconocibles) él no se formó bajo la figura de una víctima, no compartía esa identidad y sin embargo ¿puede él sin sentirse como una víctima, pedir o dar perdón?
El perdón.
Si solo en el caso de las víctimas
hay un debate amplio porque se evidencia una jerarquización de las pérdidas (si
eres víctima de la sociedad civil estás más arriba que una víctima de las
fuerzas armadas y si eres víctima del otro bando, de los contagiosos, de los
contaminadores ¿dónde te encontrarías situado?) hablar sobre el perdón es igual
de complicado. Pareciera pues que solo las víctimas pueden otorgar el perdón y
¿solo ellos lo pueden otorgar? Nosotros entendemos “perdón” en el mismo sentido
que lo hace Agüero: como recordar sin dolor. No es olvidar, no es impunidad, no
es una amnistía general. Perdonar pasa por permitir que en ese acercamiento con
el otro, a través de la compasión, este se muestre como es y que uno se acerque
sin prejuicios o con al menos la menores cargas valorativas posibles. Se trata
de que como sociedad estemos dispuestos a colocarnos en los “zapatos del otro”
y se pueda empezar a (re)construir unos vínculos de unión.
El caso de José Carlos
Agüero es paradójico. En su obra nos cuenta su experiencia en una comunidad que
aún mantenía una fuerte tensión con otra aledaña. Esta tensión se remontaba a
los tiempos de violencia cuando ambas en la búsqueda de subsistencia se
atacaban una a la otra. Juan, un miembro de una esas comunidades, le pide a
Agüero quien realizaba uno de sus viajes como miembro de la CVR, que interceda
para que su comunidad vecina los perdone. Se lo pide a él, a alguien que no exige
que le pidan perdón, pero que siente que no puede contar con ese don y que sus
historias personales no son tan intimas como pensaba sino más bien compartidas
por ciertas personas.
Así el perdonar o pedir
perdón, algo comúnmente recluido en la esfera privada, debe elevarse al ámbito
público. No para que el Estado necesariamente genere políticas públicas para
que la gente se perdone sino para que sea un tema que se pueda discutir lo más
alturadamente y para que encontremos en el perdón una especie de “perdón
ejemplar”, como diría Todorov, del perdonar público, con un sentido orientado a
tomar acciones concretas en pos de la reconciliación.
El perdón está íntimamente
ligado a esos recuerdos colectivos de los miembros de la sociedad, a la
memoria. Sin embargo, suele pensarse que a más memoria es más probable que la
gente se perdone. Algo así como una relación intrínseca entre memoria y democracia.
Pero ¿cómo buscar perdón a través de la memoria si este es un campo en continua
disputa? La memoria no es una sola, hay diferentes versiones, y muchas de ellas
suelen estar atravesadas por fuertes componentes políticos los cuales vuelven
hegemónicas algunas memorias sobre otras.
A más memoria más perdón.
Pareciera una fórmula. ¿Cómo no caer en los abusos de la memoria, bien
señalados también por Todorov? Es más que evidente que en la sociedad civil es
necesario una discusión más amplia sobre lo que significó nuestro pasado
reciente y cómo nos afecta. Pero quizá esa fórmula no basta.
Esto nos obliga a volver a
pasar por el concepto de la compasión. Para perdonar es necesario comprender
que a pesar de que la otra “verdad” producto de una experiencia vivida pueda
ser incomoda o lo sea, es una “verdad” al igual que la nuestra y que a partir
de ese reconocimiento se pueden dar pasos importantes.
Pero esta memoria no es
pura, pues es colectiva, y los humanos somos animales políticos decía Aristóteles.
Más aún cuando la memoria está orientada a tomar acciones concretas: un
registro único de víctimas, el reconocimiento como héroes nacionales de
militares y policías y los pedidos de amnistía.
¿Quiénes pueden perdonar y
quienes no? ¿A quiénes otorgarles ese don? ¿Es necesaria la memoria para el
perdón? ¿El perdón es necesario para la reconciliación? Muchas preguntas quedan
en el aire. Eso está bien, no tenemos soluciones acabadas sino más bien esbozos
de por dónde orientar la discusión.
Los Rendidos.
¿Quiénes son los rendidos?
Los rendidos son aquellos que ya no pueden cargar más con un disfraz que les
impide tomar decisiones. Agüero también es un intelectual, un historiador, un poeta
y ¿una víctima? Él no quería considerarse así aunque en el fondo lo sintiera pero
¿y si se rendía? Y si decidía que ya no podía más, que en efecto él también era
una víctima. Esa decisión le hubiese dado la oportunidad de otorgar perdón ¿de
pedir también? Él no era solo una víctima, era hijo de ex senderistas
asesinados extrajudicialmente. Era necesario que se rindiera ahora contra el
rótulo de víctima. Y así poder acercarse al otro de una manera más abierta
incluso más de lo que ya lo hacía.
Reflexiones finales.
Qué difícil es hablar lo privado en la esfera pública. De pronto yo perdí a mis padres, los mataron sin respetar el debido proceso en un gobierno democrático, los torturaron, a mi madre quizá la violaron, pero estos fueron senderistas (seres sedientos de sangre, violentos por naturaleza, fanatizados sin juicio) ¿soy una víctima? ¿Puedo pedir perdón o dar perdón? ¿Soy el único que pasa por esto? Situaciones realmente complejas.
¿Por qué a los intelectuales les importa llevar esto tan privado a un espacio más público? ¿Qué no asegura un nuevo fracaso? Yo comunera con un hijo que tiene dos apellidos de sabe quién porque fui violada por 8 personas, yo hija de dirigente barrial que presenció la muerte de mi padre y su cuerpo cuando fue dinamitado. ¿Podré obtener más paz en el ámbito público? ¿De verdad ayudaré a un proceso de reconciliación? Si la memoria es necesaria para empezar a perdonar ¿para qué hacer público algo que a nadie le va a interesar? Es más probable que me genere estigmas, marcas imborrables que me van a jerarquizar en la sociedad.
¿Es una fórmula? A más memoria más perdón, a más perdón público más reconciliación. Por el momento no tenemos respuestas claras. Sin embargo, podemos apostar no por una fórmula sino por abrir el debate. Preguntas como estas no deben quedarse en un artículo, en un escrito, en las aulas de una universidad, en las oficinas del gobierno; deben empezar a circular, tener un alcance más amplio y comenzar a criticar las reflexiones sobre un pasado que aún nos remece, un pasado que no ha terminado, que regresa constantemente.
Reconocemos así que es en la esfera pública donde la gente haciendo uso de la compasión pueda acercase los unos a los otros. Abiertos a escuchar, a tolerar, a soportar “verdades incómodas”, a perdonar y pedir perdón, a construir puentes que cierren una brecha que la guerra profundizo más, puentes que las personas puedan cruzar, sin miedo, sin vergüenza, sin estigma.
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